Colección Paco Mañez
Años 60 - Recordar la Semana Santa Marinera de mi niñez es retornar a olores y sabores nunca olvidados, a imágenes y sonidos imposibles de borrar de la memoria. De aquellos días destaca para mí la noche del Jueves Santo.
Recién bañados, bien peinados y con la ropa nueva nos encaminábamos a casa de mis abuelos Víctor y María junto al cine Imperial, o a la de mis tíos Paco y Neleta. Se reunía toda la familia y amigos, era una ocasión especial que no volvería a darse hasta el año siguiente.
Tras repartir besos, recibir caricias, escuchar varias veces "cuánto has crecido" y demás frases similares, corría con mi hermano a la cocina. En el banco se encontraba un auténtico banquete típico de las fechas: Titaina (sofrito hecho con tomate, pimiento rojo asado, piñones, ajo y tonyina de sorra), pastel de pescado, empanadillas de atún, cocas con sardinas, albóndigas de bacalao (con su correspondiente all i oli y habas fritas a elegir), y diferentes viandas. Hoy sólo con pensar en ellas siento sus sabores en mi paladar.
Como cada vecino hacía en su tramo, en la acera se encontraban preparadas las sillas en dos filas ocupando justo el largo de la fachada. La primera era para los niños, la segunda para las mujeres y personas mayores. De momento estaban vacías y todo el mundo andaba por allí hablando de sus cosas. Las mujeres reñían a quien osase adentrarse en la cocina antes del momento de la cena, su esfuerzo de muchas horas o incluso días le había costado para que todo estuviera en su punto y perfecto. Los pequeños teníamos un aperitivo, trenzas hechas con la pasta sobrante de las empanadillas o nos dejaban robar alguna albóndiga.
Ajenos a conversaciones animadas y risas, jugábamos con primos y sobrinos (aunque tener un sobrino de mi misma edad era entonces para mí un misterio insondable). De pronto alguien hacía correr la voz avisando: la procesión no tardaría en llegar. Raudos como centellas nos sentábamos en primera fila con nuestra cena. Aquel "no tardaría", se transformaba en un largo y tedioso rato, porque en aquel entonces media hora, por ejemplo, era un tiempo enorme.
Ya aburrido y medio dormido escuchaba a lo lejos las cornetas y tambores. El momento se acercaba. Comenzaba entonces el desfile de colores y sonidos: sayones regios y misteriosos vestas encapuchados (penitentes), ensordecedoras cornetas, romanos y diversos personajes de la Biblia, redoblaban los tambores y poderosos brazos golpeaban los bombos. Casi era una desilusión cuando desfilaba una banda tocando alguna marcha de Semana Santa. De pronto alguien se arrancaba una Saeta. El sueño se pasaba y si hacía frío se combatía con una manta en las piernas; porque entonces, no lo olvidemos, todos los niños llevábamos pantalón corto.
Bajo la perspectiva de un niño así transcurría hace medio siglo El Entierro, como simplemente lo llamábamos. Se trataba de un acontecimiento único no superado ni por la Navidad donde la reunión era de la familia más intima.
Texto y foto de Paco Mañez
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