domingo, 1 de noviembre de 2020

UN PASEO POR EL CEMENTERIO UN PRIMERO DE NOVIEMBRE DE 1889.

 

Llegaban perfectamente arreglados, era el día en el que iban a compartir un  festivo familiar para llevar flores y honrar a sus difuntos. Como casi siempre el día era soleado, dejando atrás los calores estivales y con la brisa de la corta estación otoñal que invitaba al estreno de alguna prenda, como bien merecía la ocasión, tal vez algunos no se lo podían permitir, pero aún así usaban sus mejores ropas porque simplemente era fiesta.

Aquel uno de noviembre la puerta de entrada al Cementerio General estaba abarrotada de calesas desde la que bajaban familias con uno, dos o tres niños a los que se les advertía que se mantuvieran callados, ya no era como años atrás, en los que se permitía la algarabía correteando entre fosas subterráneas, lápidas de mármol o granito, ángeles femeninos, panteones, cruces, jarrones y floreros de múltiples formas. Se había convertido en un espacio de historia y arte. Los  muros forrados de nichos que desde la ampliación del 1880 ya ocupaban otras zonas además de la principal, quedando muy lejos los primeros que se hicieron en 1808.


En algún lugar había leído sobre la costumbre de la Iglesia primitiva de conmemorar la muerte de un mártir en el lugar donde había sufrido el martirio, y frecuente era que varios muriesen en el mismo lugar y tiempo. No hubo más que conmemorar a todos con una misma celebración. Esto lo hizo en Papa Gregorio IV, a mediados del siglo IX fijando este día del año.

Al entrar nada tenía que ver con el de hacía veinte años, una imagen cercana al parque jardín, que tal era su vegetación que llegó a denominarse “Hort de les Palmes”, por la gran cantidad de palmeras, pero que en favor del arte se sacrificaron con la llegada de los mausoleos y panteones burgueses enormes que competían en monumentalidad.

Era de necesario recorrido, tras las consabidas flores a los nichos de los familiares, la visita al arte. Había crecido de forma radial, aunque los panteones más bonitos e históricos estaban en el gran rectángulo inicial, el de la capilla central.

Y junto a la capilla, dos grandes panteones adosados a los lados, a un lado, el de la familia Caro. José Caro, muy relevante en la Guerra de la Independencia. Y al otro lado, la tumba de D. José Campo (Marqués de Campo), que además de que llegó a ser alcalde de la ciudad, promovió el alumbrado de gas y aprobó el adoquinado de las principales calles entre más cosas.

Algo separada,  la gente se aglomeraba porque había que ver el panteón más antiguo del cementerio, el del joven Juan Bautista Romero, fallecido a los veinte, en 1845, hijo único de comerciante sedero. Unas esculturas con importante simbología, como la de una de ellas sujetando un árbol arrancado simbolizando la muerte de joven, y otra con un ancla rota, paradoja de una vida perdida.

No mucho después, en 1851, falleció la hija de una familia adinerada, a los quince años de edad, Virginia Dotrés y se le dedicó un bellísimo panteón con columnas dóricas hechas en Italia y trasladado a Valencia.  Romántico lugar para ser enterrada una joven con fuerte proyección romántica a la que le gustaba la poesía y al cual acudieron algunos poetas para acompañar con sus versos la entrada a tan poético lugar.

Unos cuantos más, los que daba tiempo en el recorrido, como el de la familia Burriel con bella escultura de un Ángel reclamando el silencio con el dedo entre los labios, de Vicente Pellicer. El del Marqués de Colomina, de más de cuatro metros de altura.  Cabe destacar también el panteón de la familia Llovera, originalísimo panteón con interpretación neoegipcia, con una gran pirámide, horadada en sus cuatro frentes por robustos pórticos de columnas, rematados por una cruz en la cornisa.

Nuestro paseo se convierte en pasar una mañana relajada, llena de arte e historia. ¿O no es agradable recorrer el “Patio de las Columnas"?  Son ciento setenta columnas de estilo dórico que desde 1880 están en la zona rectangular unida a la principal. Que no sólo recordamos a los nuestros, sino que también a tantos que han hecho de Valencia una ciudad en progreso en este final de siglo XIX. 

Al salir de allí no se puede olvidar de pasar por la plaza de la Reina y comprar en la confitería Burriel buñuelos de viento y “Huesos de Santo

Una frase de Francois Mauriac para acabar: “La muerte no se lleva a los seres amados. Los guarda y ennoblece en la memoria “

Texto de Amparo Zalve Polo

No hay comentarios:

Publicar un comentario