martes, 26 de mayo de 2020

EL MOMENTO DE LA PESCA HABÍA LLEGADO

1870 . J. Laurent

Los preparativos ante la salida de la pesca al llegar la temporada de septiembre hasta mayo se convertían en una gran fiesta. Algún día saldría malo, pero el mar Mediterráneo solía portarse bien con ellos.


Los pescadores se alojaban tan cerca como podían de la playa, iniciándose ya esta necesidad en la época musulmana, que previa a la Reconquista, existía un caserío, al que se le llamaba “Grau” y que se fue repoblando de tal manera que Jaime I, en 1249, le cambió el nombre por el de Villa Nova Della Mar, aunque más tarde se llamaría Villanova del Grau, con su propia Casa Consistorial.  

Pero en la mente del rey estaban las posibles invasiones de los magrebíes, por lo que se interesó por la defensa del territorio y los pescadores se sintieron apoyados por proveerles de viviendas, y así surgió el “Barrio de Pescadores”. La construcción de un baluarte en el Grau, hizo que en torno a él las cabañas fueron creciendo, las que más tarde se convertían en barracas, dando nombre al lugar del Cabanyal. El número de pescadores iba creciendo y aparecieron extramuros dos poblados más, Cañamelar y Cap de França, tomando todo el conjunto el nombre de Poble Nou del Mar.



Ya estaba próximo el día en el que los hombres tenían que realizar su trabajo, salir al mar y que la pesca fuera prolífica. Se entremezclaba la alegría de poder dar sustento a su familia y el miedo de que un mal golpe de mar se los llevara por delante. La mirada vigilante y angustiosa de la familia durante la faena crecía cada vez que las indelebles barcas iban a la captura del pescado que se desarrollaba en esa estrecha franja de litoral.

Pintura para la barca que tenía varada en la playa, a distancia suficiente para que cuando el mar embravecía no se la llevara.

En el “Corralet” disfrutaban de hacer recuento de lo que necesitaban y por si estaba correcto; lo que durante los meses de veda habían almacenado y era la hora de sacarlo a la luz: los remos, las velas, los mástiles que se embadurnaban de aceite, los anzuelos, las redes de fondo, las almadrabas y las cuerdas, que teñían de alquitrán para la "pesca del bou". Ya imaginaban el momento subidos en su barca de vela latina, la que había hecho un calafate utilizando sólo madera. Barca sólida, ligera, capaz de soportar el golpe corto de la ola mediterránea.



La vida familiar mientras tanto continuaba. Las mujeres dejaban a punto las cestas con las que recogerían el pescado para venderlo y los niños corretearían por la arena y se bañarían en alguna de las acequias que tuvieran más cerca: la del Gas, la Cadena, la de los Ángeles o la del Riuet.

Las festejos previos también eran ritual. Se hacían bromas y bailes. El momento de la entrada en el mar era todo un espectáculo al que acudían las familias y amigos, incluso como parte de la fiesta se recogían unos guijarros que desde las barcas tiraban a la expectación. Todo entraba en la fiesta.

El momento había llegado y los hombres se enroscaban a su cuerpo las velas blancas. Las embarcaciones entraban en el mar deslizándose lentamente arrastradas por poderosas yuntas de bueyes. Las barcas estaban en paralelo, se desplegaba la vela latina y las redes al tensarse en el mar formaban la figura de dos cuernos como los de un animal astado. 

La pesca ya había acabado y las pequeñas barcas se aproximaban al regreso del Bou para recoger el pescado y llevarlo a la playa.
-!“Peix d´ara viu” !  Gritaban las vendedoras.


La pesada de una libra o dos de frescos salmonetes que saltaban en las cestas de las vendedoras, las compradoras los recibían en un gran pañuelo que luego anudaban a modo de atillo, aunque las propias mujeres de los pescadores que los vendían en sus cestas, los que les quedaba, a golpe de voz, los iban ofreciendo por el barrio o por la Plaza Redonda. 

Con sus faldas largas y corpiño ajustado, en ocasiones descalzas y con su cesto en el brazo.

Texto de Amparo Zalve Polo
Fotos del Archivo Municipal

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