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viernes, 28 de febrero de 2020

EL ÚLTIMO VERDUGO. CRÓNICA DE UN FINAL DE SIGLO

Archivo Rafael Solaz

Natural de Pedralba, casado y con tres hijos, treinta y seis años, algo entrado en carnes, de baja estatura y bigote. Se empleaba como carpintero, menos cuando tenía que ejercer de verdugo. Cargo que desempeñaba desde hacía siete años, cuando en 1889 se ganó la plaza de funcionario en la Audiencia Territorial como “Hombre que mata a otros en nombre de la ley”. Se decía que era poco hábil en el manejo del garrote vil.

Pascual Ten Molina vivía en la pequeña calle Angosta de la Compañía en Valencia, donde la pena de muerte por garrote vil se venía ejecutando en diferentes puntos de la ciudad, como eran la Plaza del Mercado, la Plaza de La Virgen o el paseo de la Pechina.

Las demás ejecuciones públicas, como la horca o el descuartizamiento del reo, ya habían sido abolidas desde que en 1832 Fernando VII retiró la pena de horca; las sanguinarias  condenas a muerte por la Inquisición quedaron abolidas el 15 de julio de 1834.

Dos ejecuciones a cuestas y otra prevista en breve le quedaban a nuestro verdugo, hasta que ocurrió el suceso en Murcia: Josefa Gómez, apodada la “Perla Murciana” tenía que ser ejecutada.
  
Conoceremos un poco el caso:

Mujer de gran belleza, Josefa Gómez, que regentaba una pensión en Murcia junto a su marido. Un matrimonio con dos hijos y malavenido.

El 8 de diciembre de 1893, el marido, tras tomar un café más amargo de lo habitual, marchó al teatro, sintiéndose indispuesto antes de llegar y falleciendo un poco después. La “casualidad” hizo que una joven trabajadora de la pensión sintiera lo mismo y terminó como su patrón.  Josefa estaba sana y pasó por sentir los mismos síntomas para disimular, aunque al ser reconocida por el doctor evidenciaba que era su pantomima.

Aparece ahora el tercer personaje de la historia: Vicente, hombre casado, hospedado en la pensión por motivo de trabajo. Adicto a la estricnina, pues padecía de fuertes dolores de estómago, el medicamento era eficaz a dosis mínimas, pero a dosis más altas era mortal.

Sin extenderme más porque la historia ya se puede intuir, tanto ella como él, fueron condenados. Ella a garrote vil y él a cadena perpetua por cómplice. Pese a los indultos solicitados, no hubo clemencia para la acusada y se ejecutaría la condena a garrote vil el 28 de octubre de 1896.

Aquí entra en la historia nuestro verdugo valenciano Pascual Ten Molina:

Bajó del tren en la estación de Murcia. Vestía traje negro y camisa con rayas azules y blancas, chaleco con gruesa cadena de la que colgaba un reloj de plata. Cubría su cabeza con un sombrero hongo. En una mano un maletín, en la otra un bastón con empuñadura de plata.

Nadie quiso trasladarlo en su carruaje, teniendo que llegar andando a la ciudad, escoltado por militares y guardias civiles, que no pudieron evitar cayera alguna piedra sobre su cabeza. Sintió miedo y ello hizo que se sumara al indulto de la condenada.

1896 -  Reproducción del negativo, original de F. Viñes

Después de pasar por la Audiencia se fue a la cárcel para alojarse allí.

Ni las revueltas populares ni el amparo por parte del clérigo, ni un telegrama enviado por él mismo al señor Presidente del Consejo de Ministros, fueron suficientes para parar la sentencia.

Una hora antes de la ejecución Pascual acudió a la capilla donde estaba Josefa, e hizo lo que el protocolo mandaba, ofrecimiento de perdón y disculpas por quitarle la vida. Al momento la vistió con toca blanca que cubría su cara y de hopa negra.

El verdugo la esperaba sobre aquel catafalco horrendo, junto al banquillo donde debería sentarse aquella desgraciada y apoyado en el árbol de la argolla.

Los tambores da la infantería sonaron, momento en el que Pascual se acercó a ella y con firme voz,  ¡Vamos! la incitó a que se sentara, ató sus pies y le colocó la argolla, entregó su cuerpo al verdugo cuando este dio la vuelta al tornillo y terminó con su horrible labor.

Tan solo le quedaba testificar la defunción. Para ello levantó levemente el cubrecaras, se asomó el sr. cura y lo atestiguó. Todos se arrodillaron menos el verdugo.

Ya pasado el mediodía el verdugo la despojó de las correas, llevó el tornillo de la argolla a su ranura y ayudó a introducir el cuerpo en el féretro. Desarmó los horribles artilugios y esa misma noche regresó a Valencia.

Final de la última ejecución pública en España, de la mano de nuestro valenciano Pascual Ten Molina.

Texto de Amparo Zalve Polo

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