Desde el año 1960 y tomando como epicentro la plaza de Nápoles y Sicilia, el “rastro valenciano” fue extendiendo sus tentáculos hacia las calle vecinas, desparramando sobre aceras y adoquines los más insospechados enseres domésticos, desde un bodegón multicolor a un candelabro destartalado, ambos con fanfarria de añejos; o el bizarro pistolón de gatillo encallado.
Así era el rastro, con libros amarillentos y relojes de plata, braseros, sillas de estilo Imperio, lámparas de araña, tableros de ajedrez, camas de hierro, más un sinfín de objetos aprovechables por su precio a la baja, tanto en cuanto en el avance de la mañana, el juego de “tiras y aflojas”, en el que uno y otro participante siempre gana, o al menos así lo cree, era y es objeto de distracción para el curioso visitante. Guitarras y violines desafinados animaban el ambiente y la vieja acordeón mostraba sus arrugas con teclas de nácar.
Pero el antecedente más emblemático tuvo su cita en la proximidad del mercado, a pie de la Iglesia de los Santos Juanes, estirándose por la Lonja y la plaza de la Compañía, donde se daban cita quienes ofrecían sus quincallas, muebles, lámparas de aceite, ollas y tinajas. Vio su continuidad en les “covetes de Sant Joan” donde el vendedor ambulante encontró un hábitat llamado al olvido, tal y como la vieja silla de enea se desvencija por falta de afecto.
El rastro de los domingos, donde el que busca encuentra, significa el regreso a un pasado que la moviola del tiempo nos ofrece sobre una manta o tenderete en el suelo. En esta ocasión, su recuerdo, nos lo trae la vieja postal de 1901.
Su continuidad se ofrece en la actualidad en una plaza al lado del viejo Mestalla, aunque junto a su nombre, el del rastro, apenas permanezca la ilusión en el hallazgo del chollo.
Y que sea a muy bajo precio, por supuesto.
Y que sea a muy bajo precio, por supuesto.
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