Empezaremos por el principio. En un lugar donde los bosques imperan como es el Pirineo catalán nació y se crio entre maderas y aserraderos Salvador Vilarrasa Sicra. El aire contaminado por el serrín no le venia muy bien por lo que a los dieciocho años con su maleta partió a Francia donde en París montó una peluquería de señoras.
Pero he aquí que el destino hizo que conociera, y valga la redundancia, al hombre que le iba a cambiar el destino de su vida. Era un ebanista con almacenes de madera en Valencia, y uno de los cuales habría sufrido desperfectos debido a alguna inundación, por lo que le propuso el hacerse cargo como persona de confianza para poner todo aquello en orden.
Regresó con su esposa a España, arregló todo lo que tuvo que arreglar del ebanista y sacó 3000 pesetas en comisiones. ¿Qué hizo con esas pesetas? Pues abrió su propio almacén. Un almacén emblemático en la ciudad que ocupaba una manzana, de tono amarillento, cuyo domicilio social era el de calle Jesús, números del 83 al 87. Enfrente, la enorme Finca Roja y al otro lado la vía del tren de la calle Maestro Sosa, con la línea de tren de Madrid.
Entraban los troncos y salían los muebles entre humeantes chimeneas, una torre delgada con un reloj en la esquina de las naves y las constantes sirenas anunciando los turnos laborales.
Quién se lo iba a decir a él acabar con ese imperio comenzando con 3.000 pesetas de la época, pensando que eran los años 20. Que abriría el negocio un día 1 del caluroso mes de agosto y con solo tres empleados, para acabar con un millar en nómina, siete delegaciones en España, una finca en Asturias con cinco millones de árboles, y para el exterior explotaciones de maderas en África y fábricas de aglomerados en América.
Del tablero de madera hasta el Novopan pasando por el aglomerado de pino prensado fueron los años 50 para Vilarrasa. Cerró en los 80.
Texto de amparo Zalve


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