Dos cosas evidencian, aunque los siglos pasen, que la dominación morisca dejó impregnados sus usos en el labrador valenciano, y aunque pasaran muchos siglos más no bastarían para borrar las huellas.
Estas dos muestras son la barraca y el uso en el vestir cotidiano del huertano.
El interior de las barracas era de lodo o barro a semejanza de los aduares de los árabes en el desierto. Formadas por un sencillo armazón de madera para la parte superior, cubierto de una capa de enea o de paja. La barraca o casa de venganza, que así se le llamaba por la facilidad que tenía de incendiarse, se hacía de pequeño tamaño, para aprovechar el máximo en terreno de cultivo, sin dejar atrás el goce necesario de sus moradores.
El estudi ocupaba un tercio de la barraca, y era el cuarto para dormir el padre y la madre, con una cama, una arcón para la ropa y pocos muebles más de importancia. Los pequeños y más mayores, como podían en colchones al suelo.
Contiguo al estudi estaba el estable o cuadra, habiendo una escalera de madera, en uno de los ángulos, para subir a la andana o piso de arriba, como lugar destinado a guardar las cosechas y donde solían colocarse los cañizos para el cultivo de los gusanos de seda.
Fuera de la barraca y muy pegado a ella había una construcción mucho más pequeña que es la que servía de cocina, y un poco más allá todavía habían dos más: Una en la que habitaba lo que era la esperanza de la familia, o sea, un cerdo y algunas gallinas, y la otra, un horno moruno (Ya estamos otra vez de árabe) en forma de medio huevo.
Y ahora entramos en la vestimenta del hombre de huerta valenciano. Ahí todavía se hace más evidente la influencia árabe.
Si vamos al
traje de verano, portaba unos zaragüells o camalets de lienzo crudo, atados por
la cintura, de camales muy anchos que
no pasaban de las rodillas. La camiseta del mismo lienzo que el pantalón, un
gorro encarnado o barret, diríamos muy semejante al bonete tunecino, o en su
defecto un pañuelo en la cabeza. ¿Suena algo el pañuelo en la cabeza y el
turbante árabe? ¿Y la manta con la que se cubría el huertano y el alquicel.? Cuando subía al caballo se cubría con esta manta rayada valenciana, sin más
estribo que enrollar el pie con la cola
del equino para impulsarse y caer sobre un serón y sin más bridas que un
sencillo ramal, ordinariamente de esparto y pocas de correa.
Completaba al atuendo unas espardeñas y un pañuelo en la cintura, metiendo en él una buena navaja (Aquí recordamos el Yatagán, o daga curvada que llevaban los turcos y árabes). Si tenía fe a prueba de bomba le acompañaba el rosario colgado en los hombros sosteniendo algún escapulario o algunas medallitas milagrosas.
Para el traje de invierno se servía de un pantalón de tela barata y que fuera sufrida y sobre todo ancho como el de verano, un chaleco sin solapas, escotado por la espalda muchas de las veces, y el gorro o pañuelo y las alpargatas.
Si a semejanzas vamos, podríamos decir que la piel del rostro era tostada a prueba de sol, viento y lluvia. Y que cabalgaba con el mismo reflejo árabe: frente elevada y aire guerrero.
Texto de Amparo Zalve
Fotos del Archivo Municipal
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