domingo, 1 de mayo de 2022

EL DIA DE MI MADRE

Mi madre era lavandera. Era mi madre, y como tal debía rendirle un homenaje, aunque si fuese posible la pondría en un pedestal. No era como Rea, la madre de Zeus, a la que los griegos homenajeaban en este día tan especial, ni era Cibeles, la de los romanos, y tampoco Isis que para  los egipcios representaba la maternidad. Era la mía, mi madre, la que como a todas las madres le tocaba festejar su día, porque me parió, por su abnegación, por su amor sin consideraciones, y porque hubiera sido capaz de quitarse su vida para dármela a mi. 

Recuerdo de pasar mi infancia en el río. Ese Turia que de vez en cuando crecía y alguna vez que otra se desbordaba traspasando su muro y ahora sé que se llama pretil. Para mi era un lugar maravilloso, y lo era porque pasaba la mayor parte del día con ella. Lo hacía junto a otras tantas mujeres e incluso niñas con las que fui consolidando una bonita amistad.

Lo hacía desarrollando una jornada laboral de catorce horas. Ahora la puedo ver sentada en su mecedora, como un ángel, meciéndose lentamente junto a mi y juntas recordando todos aquellos años que aunque malos, fueron buenos. 

Apenas le llegaba el salario a dos pesetas diarias, para trabajar desde amanecer hasta el ocaso. Las manos y brazos cuando me acariciaba siempre estaban húmedos, y con el paso de los años cuando no era el reuma, era la bronquitis. Lavaba las telas para aquellos que podían pagar el servicio, siempre arrodillada en los márgenes del río, entre piedras donde frotaba la ropa con el agua fría de invierno. 

Ca. 1888 - Archivo J. Huguet

El caso es que yo disfrutaba cuando le ayudaba a colar el agua caliente con aquellas cenizas que se hervían en los braseros, porque en realidad era lo mejor para quitar las manchas, ahora ya sé que se llama “colada“. Me gustaba observar cómo ese líquido negruzco iba filtrando a través de las fibras, y tras varios restregones sobre la piedra,  las enjuagaba con brío en aquella agua que bajaba ya lenta para llegar al mar. Ciertas horas al día nos protegían del sol los arcos del puente del Real. Ya nos conocían quienes sobre él pasaban y desde lo alto alzaban la mano para darnos los buenos días o las buenas tardes, sonreíamos y nos sonreían. Al terminar el día aquel hombre que había venido por la mañana, el de la gorra marrón en invierno y el sombrero de palmito, que dijo que le había hecho su mujer para el verano, se volvía a llevar la ropa y eso ya no sé para donde. 

Dios creo a las madres porque no podía estar en todas partes”. (Rudyard Kipling)

Texto de Amparo Zalve Polo

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