jueves, 21 de abril de 2022

LA MUJER VALENCIANA EN LA HUERTA DE 1900

 

Sabía de ellos, aunque no había llegado todavía a conocerlos, llegados de París para llenar los escaparates de las tiendas mas elegantes de la calle Zaragoza. Sombreros de ala ancha con plumas de garza real, de aves del paraíso, de avestruz, de marabú, o de gallo, aunque la realidad es que sólo conocía las de sus gallinas, a las que tenía que mantener sanas porque de ellas dependía parte del sustento de su familia. 

El trabajo doméstico y el de la huerta se entrelazaban en la continuidad, trabajando dentro y fuera del hogar. 

Desde el jabón hasta el pan le proporcionaban cierta dificultad en la humilde condición de su casa. 

Pero sabía que en la época de la siembra y de la recolección era fundamental su papel como mujer y bendecía su suerte de no estar sin el marido, como su vecina, que la pobre se había quedado con dos hanegadas de tierra para ella sola porque había emigrado su esposo a Francia al no darles suficiente la tierra, tomando la decisión de irse él, antes que irse ella del hogar para trabajar en la confección o en el servicio doméstico, como muchas solían hacer cuando no daba para más. 

Desde pequeña aprendió que la meta de su vida era cumplir con los deberes de esposa y madre, eso en el hogar, además de los trabajos que da la huerta. 

La piel de su rostro le iba cambiando de manera que cada año que pasaba era como tres más de aquellas que en la capital lucían sus sombreros. Su casa necesitaba de un excedente para cumplir las necesidades familiares, y además del propio consumo que ellos tenían, lo que le quedaba lo vendía en la pequeña entrada y dos veces por semana en el mercado, cosa complicada a la hora de adaptar la dedicación a la huerta a los horarios del marido y los hijos, sobretodo para tener preparada la comida a las horas que tocaba comer. 

Bien cierto que desde que la suegra se hizo mayor y fue a vivir con ellos habían dos manos más para recoger y espolsar la tierra, a la par que las de su hija, la mayor, que con sus once años arreglaba los animales cuando terminaba de darle la lección un maestro que reunía a tres o cuatro más en la propia casa. 

Por cierto: ¡Qué mano tenía la suegra con la mermelada de tomate! 

Al despunte del día, cuando despedía al marido que iba a trabajar para otro amo, se enfundaba de sayo negro, pañuelo en el pelo, y un mantón negro, con el que llevaba un extremo a cubrir el hombro, dejando un hueco en su pecho para portar su bebé  y las manos libres.

Salía al sol abrasador de la huerta y de lejos y con la espalda encorvada se diría que se trataba de un espantapájaros, si no fuera porque las manos permanentemente ocupadas la delataban como un ser vivo, agotado y con el rostro sudoroso, que sólo encuentra su único reposo en la tarea que le impone la casa para cuidar al marido y a los hijos. 

Aún le queda la tarde del domingo para remendar y planchar.

Texto de Amparo Zalve Polo

No hay comentarios:

Publicar un comentario