Sí, los nuestros, los del agujerito, esos que necesitan arte de buen valenciano para que salgan esponjosos, siempre amasados a mano y que al primer mordisco transmita la sensación de ya ha llegado la fiesta fallera.
Nos hemos preguntado muchas veces cuando y como empezó este deleite para nuestros paladares. Las teorías son varias. Se dice que en la época romana, del siglo I, existían ciertos dulces que se les denominaba “puñuelos“, de ahí el parecido a la palabra con la que se le llama actualmente. Pero no hay que olvidar que la ciudad tuvo dominación árabe alrededor de quinientos años, y los árabes eran maestros de exquisitos dulces.
Había uno de ellos que consistía en una masa de harina que se freía en abundante aceite y por último se pasaban por miel caliente. Entenderemos la similitud.
Pero volviendo a los nuestros, a los de nuestra era, solo hay que remontarse al momento en que el Ayuntamiento dio “luz verde“ al gremio de carpinteros para poder sacar los restos de maderas, y muebles viejos a la calle y así quemarlos en una hoguera, preámbulo de la falla.
¿Y los buñuelos? Eso era cuestión de las mujeres de los carpinteros. Les gustaba acompañarles sacando un barril de hierro que con carbón y un recipiente que sobre él llenaban de aceite al que tiraban la masa cuando estaba hirviendo. Este festejo no estaba exento de supersticiones: Una ramita de laurel junto al fuego para atraer la buena suerte y durante el reposo de la masa una cruz sobre ella para que salga buena. Los buñuelos se acompañaban de anís para las mujeres y aguardiente para los hombres.
Los que se les incorpora calabaza llegaron más tarde desde la huerta para aprovechar el producto de la temporada. Hemos cambiado el anís y el aguardiente por una buena taza de chocolate y al humilde buñuelo original y sencillo por los añadidos como higos, horchata, boniato e incluso vainilla.
Harina, levadura, agua y una pizca de sal, y “no olvidar el agujerito“.
Texto de Amparo Zalve Polo
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