Sobre ella va, sobre la tartana, esos armatostes que en cada uno de ellos se encerraba la historia de muchos o pocos habitantes. Tablones y lona que nos cuentan historias que han presenciado, pudiendo escribir una infinita lista de singulares y extravagantes acontecimientos.
Y eso es lo que se me ocurre hacer, contar la historia de una de esas tartanas, que una vez leí, que sé como empezó, pero no he llegado a saber como acabó. Puede ser que cada uno al leerlo le ponga su final, a su manera, pero habrá que dárselo.
Nos situamos en la Valencia de 1818, tendremos que visualizar la cantidad de tartanas que circulaban por aquellas calles empedradas de la ciudad, de las que había de todo tipo, para diferentes usos, pero al fin y al cabo madera, lona y mula o caballo.
Vivía un
canónigo de cierta edad, con achaques propios de ella, con el que convivían una
sobrina de diecisiete y un sobrino con
catorce años, por los que el hombre sentía gran cariño y que le ayudaban a soportar
la edad y a compartir su renta, eran huérfanos de padre y madre.
La propia edad
adolescente de la joven le hacia desear un carruaje donde poder brillar con
algo de ostentación, aunque no demasiada. Con argucia y convencido su tío de
que podría salir a pasear sin que la gota se lo impidiese, compró la deseada
tartana. El encargo fue rápido, el maestro de coches ya le estaba haciendo aquel
artefacto con toda clase de comodidades, y un caballo para que tirase de él, no
una mula, como solía ser, porque el sobrino quería aprender a montar.
Tuvieron su
tartana, se lucieron y brillaron sobre ella, pero a los dos años el canónigo
falleció debido al vuelco en uno de sus paseos. Pasó a manos de la sobrina en
repartición de los bienes, pero ésta estaba loquita por un joven empleado de Hacienda de no muy buena conducta y se la cedió.
La tartana
había abandonado los plácidos paseos y las tranquilas conversaciones del
canónigo y los sobrinos y ahora se convertía en cubículo de bulliciosas
carcajadas de aquel nuevo dueño bromista e irresponsable, que pronto cambió las
opacas persianas por cristales; pocos la reconocerían en sus paseos libertinos
por la ciudad.
Le duró poco
tiempo porque en ese mismo año, 1820, y durante los tres siguientes, fue
nacional de caballería, solo por el hecho de lucir el caballo que adquirió con
la tartana.
Acabó vendiéndose a un comerciante, si cabe aún más espabilado que él, un joven
aficionado a la diversión y que rápidamente reformó los arreos, la pintó de
nuevo, y quiso que su amada tuviese la fortuna de ser la primera en verla así
de lucidora.
De nuevo la
tartana iba a ser escenario de un ambiente impropio de la gente de bien de la
época, que volvía a caer en las manos libertinas del tercer y nuevo propietario,
y que sobre sus mullidos asientos se sentaban mujeres de dudosa reputación,
además de jugadores profesionales, ya que era aficionado al juego clandestino.
En una noche perdió gran parte de su fortuna, su amada, y también su tartana.
Y hasta aquí llego, aunque me gustaría saber donde fue a parar de nuevo la desdichada tartana.
Texto de Amparo Zalve Polo
Mi abuelo en Teruel tenia una, le llamaban carro valenciano, con el que vendía género y telas por los pueblos.
ResponderEliminarMi abuelo en Teruel tenia una, le llamaban carro valenciano, con el que vendía género y telas por los pueblos.
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