A esos niños me refiero, a los niños que recién nacidos, los más o los menos con un mes de nacer, eran abandonados por sus progenitores con el fin de salvar el buen nombre en relaciones ilícitas, en una sociedad muy marcada por los convencionalismos sociales, por no poder ser atendidos por pobreza, o los que menos por situación de orfandad.
Los que peor suerte corrían eran los que sufrían el abandono en
cualquier lugar, abandonados a todos los peligros hasta que los encontraba
algún alma caritativa y los llevaba a la inclusa, otros, con más suerte, eran
abandonados allí directamente.
Tan solo hablaremos de los que en este citado siglo, el XVIII, acabados de nacer o con pocos días iban directos a la única inclusa que existía en Valencia, la “cuna” del Hospital General, o la Casa de Niños Expósitos, que ya llevaba siglos dedicando una parte para ello, desde el siglo XVI, cuando se construyó.
Sobre todo por la noche, o al amanecer, al pequeño se le depositaba en el torno giratorio, pocas veces desnudo, las menos, casi siempre la ropa era escueta. Una cestilla hacía de cuna, con algunas ropitas para cambiarlos. Tres piezas básicas lo cubrían. Un pañal era la fundamental, ya que también era de uso para abrigar todo su cuerpo, incluso la cabeza, no nos olvidemos de aquellos pañales grandes de tejido de lino que podían incluso das dos vueltas alrededor de un recién nacido.
La faja era el segundo elemento más importante, pues serviría sobre todo
para sujetar el pañal. Y algunos les ponían como tercer elemento un gorrito,
aunque la mayoría llevaría la cabeza descubierta.
Síntoma de abandono por pobreza lo indicaba los que estaban envueltos
tan solo por una colcha, una toalla, muchos con mantilla en esa época, o
simplemente cubiertos por un delantal.
En un rinconcito de la canastilla solían tener amuletos de azabache o coral,
por aquello del “mal de ojo” y alguna cruz, por aquello también de la posible
entrada en el Paraíso.
Una nota dejaba su nombre escrito, pero no era la mayor de las veces. Se
les daba nombre del santo del día, o de quién se hiciera cargo de ellos, si es
que eran recogidos por una familia. Ninguno era todavía consciente si su
destino iba a ser de prohijado o de empleado de mano de obra.
Ahora viene lo peor. Tal era en España el maltrato recibido a estos
niños cuando eran acogidos, que a final de siglo, en 1788, y a causa de sacar a
dos de ellos de la Casa de Expósitos de Valencia, se tomaron medidas legales,
enviándose una carta a todos los Colegios de Expósitos españoles, por el
secretario del rey, Don Pedro Escolano de Arrieta:
“Sobre que se ponga
cuidado en saber quién saca las criaturas de las referidas casas, cuidando con
particular atención que a los niños se les dé debida educación y enseñanza para
que sean vasallos útiles, y que no se entreguen si no es con las seguridades y
formalidades necesarias a personas que los mantengan y enseñen oficios y
destinos convenientes a ellos mismos y al público”.
Pero no solo esto iba a ser lo peor, porque también a final de siglo, se organizó una gran infraestructura para el amparo de la infancia abandonada. ¿Pero qué fue lo malo? Que apareció una nueva legislación con la exclusión de pena, ni castigo por el abandono anónimo. Y como consecuencia el número de niños abandonados creció considerablemente.
Texto de Amparo Zalve Polo
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