martes, 9 de junio de 2020

OBSERVANDO A LAURENT

Panorámica de Laurent - 1870

Para comprender, no hay mejor manera que mirar al pasado; y con él imaginar lo que en el futuro será la ciudad dentro de muchos años. Todo lo que aquí se puede imaginar fue real, porque sólo lo que se ve con los ojos de la imaginación seguirá viviendo, aunque desaparezca en la realidad.

Jean Laurent Minier, de origen francés que vino a vivir a España  en 1843, después de practicar ciertos oficios se interesó por la fotografía durante el año 1855, haciendo de España un verdadero mapa fotográfico, viajando por sus caminos recorriendo ciudades y pueblos. Poco tiempo faltó para que se hiciera, si no el más, uno de los mejores fotógrafos de su época, reflejando las costumbres y los paisajes como nadie. Necesitaba ya de un apoyo y entre ellos eligió para esta gran panorámica de Valencia al fotógrafo francés Jules Ainaud, que llegó en 1870 encargado del este peninsular reuniendo una buena colección de fotografías. Desde la más alto del edificio de San Pio V divisó muy bien la zona norte de la ciudad.

El Puente del Real tenía una rampa de acceso bastante acusada, había sido finalizado con la pretensión de llegar a tiempo para la boda real entre el rey Felipe III y la reina Margarita de Austria, que la celebrarían en Valencia. En febrero de 1599 finalizaron las obras y tan solo dos meses después se casaron. 

Al subir miro a mi izquierda conforme el rio baja y se ven los vanos del Puente del Mar. Quiero pasar el cauce e ir hacia la derecha para llegar a la Plaza del Temple.

Me vi envuelta en una humadera, rodeada por una algarabía de gente gritando, hasta lanzaban alabanzas, aplaudían a por lo menos un centenar de hombres que hacían un ruido inmenso con picos y palas. Los escuchaba decir que en otras ciudades españolas ya lo habían hecho, que ya habían derribado las murallas, resultaban viejas e inservibles para el desarrollo urbano. El humo fue disipándose y mi maginación que me había retrocedido a cinco años atrás, se vió sorprendida por el bullicio que sonaba debajo del puente. Me asomé para ver un grupo de mujeres lavando ropa en un lugar donde no estaba prohibido. Empapadas las rodillas, arremangadas las faldas y mostrando más de lo que el dictado de la época y la moda aconsejaban para una mujer respetable.

Siguiendo lo que la fotografía me indicaba, miro a la izquierda, antes de llegar a la Plaza del Temple, porque me llama la atención una torre que asoma por detrás de las casas, algo estropeada, de forma cuadrangular, y me di cuenta que era del Convento de Santo Domingo: había sufrido mucho en la Guerra de la Independencia, las tropas francesas la habían desmochado.

Me espera ya el Palacio y la Iglesia del Temple. Había escuchado de su construcción en época de Carlos III, tras el fuerte terremoto que asoló al Castillo de Montesa, con el traslado de sus frailes al cap y casal. Pero si aún nos vamos más hacia atrás, en el tiempo, en esta plaza estuvo la torre árabe más alta de la ciudad y el pendón de la rendición que entregó Jaime I a los templarios en el año 1238; de ahí el nombre del palacio que fijamente observo.

Una biclicleta con ruedas muy grandes pasa por mi lado conducida por un hombre bien vestido, el estilo de la vestimenta había cambiado, el chaleco corto, fajín y pantalón corto y amplio (saragüells) se moderniza con pantalón largo y chaqueta. Lo seguí, esperando con ello descubrir más cosas. 

Una enorme casa, la verdad que bastante estropeada, la miraras por donde la miraras, me parecia un convento deshabitado. Me apetecía entrar e imaginar de nuevo. No hay monjes, las habitaciones vacías, el estado es ruinoso. Es tan grande que por lo menos hay 56.000 palmos cuadrados y una tercera parte lo ocupa un gran corral. Lo demás parecen habitaciones que ocupaban los monjes y una iglesia. Cansa deambular por aquí porque las alturas de los pisos son irregulares, ya me había dado cuenta antes de entrar al observar la fachada. En la zona de bajo me encuentro con un panteón abovedado, largo, que ocupa desde la fachada hasta el crucero. Un sonido, que en un principio deduzco parecido a una fábrica, me lleva hasta la otra parte, y confirmo que efectivamente lo es. Trabajadores curtiendo pieles eran los únicos moradores del antiguo convento de los Trinitarios, que con la desamortización de Mendizabal en 1835, los monjes tuvieron que desparecer de allí, aunque gracias a la comisión de arquitectura de la Academia de Bellas Artes de San Carlos se salvó de la quema de 1937.


Unas pocas viviendas para llegar a otra gran casa, esta sí que se cuidaba. Alguna ventana abierta me hace ver la presencia de chicas jóvenes. Es un colegio, el Loreto. Pero pienso que es de buena arquitectura, elegante, allí debió vivir gente noble. Su escudo nobiliario me demuestra su linaje, el Palacio de los Condes de Carlet. En este no entro, prefiero mirar lo que asoma por detrás de él. Mirar hacia arriba y comprobar lo que en cierta ocasión citó Victor Hugo refiriendose a Valencia: “La ciudad de los cien campanarios”. Asoman la torre de la Iglesia del Salvador, la cúpula del Seminario, la Catedral y el Miguelete.


No sigo sin antes fijarme que hay una pequeña iglesia, San Jayme de Uclés, que me he dejado unos metros atrás. Se ve pequeña aunque puede parecerlo, al estar junto a las otras casas tan grandes. No se ve de mucha importancia, pero por mirar algo, miraré que ahí estan los restos del último rey moro, Zeit.

Veo unas cuantas personas que están atravesando el Puente de la Trinidad. El puente más antiguo, pero como las riadas no perdonan a ninguno, después de varios arreglos, se ve que en el siglo XVI se reconstruyó y ahora lo estoy viendo así, con sus dos escaleras para poder bajar al lecho del río. Hay un pequeño rinconcito con un carro parado delante de una casa.

Me apetece entrar también en esa casa, algo me llama la atención. Parece que hubo en su fachada algun anuncio... Voy a ver.

Estaba al completo, aunque no era muy grande. Un patio con escenario y un banco con orquesta. Tres filas de sillas y varias filas más con bancos de patio. Más arriba de los palcos y frente al escenario, dos filas de sillas y la cazuela que se situaba como una grada de fondo para la tertulia de las mujeres. Se estaba celebrando la última función, “La escuela de los maridos”; con ella, en 1832, se cerrarían las puertas de ese pequeño teatro que en un principio iba a ser provisional, pero que había estado funcionando desde 1761, aunque por sus deficiencias fueron prohibidas las representaciones durante unos años, obligando a su mejora en 1789 para continuar hasta su cierre definitivo. 


Su nombre: La Botiga de la Balda. Después del cierre de Casa de las Comedias, el Corral de la Olivera, el lugar oficial de representación de teatro y baile en la ciudad fue el Teatro la Botiga de la Balda. De pronto toda esa imagen jocosa, bohemia se desvanece en mi mente y me encuentro dentro de un almacén, tal cual había sido antes de que llegara el teatro y como siguió siéndolo.

Un buen final del recorrido de esta panorámica es llegar a la Puerta de Serranos, que siguen ahí por suerte de no haber sido derribadas con la muralla, y que como he dicho ocurrió tan solo cinco años atrás. Separadas del rio por una preciosa alamedita y que sin el Puente de Madera, la distancia entre el suyo, Puente de Serranos y el de la Trinidad se ve mucho más grande. 


Observar una fotografía es meterse en ella, circular entre su gente y atravesar la puerta de la historia que allí ocurrió. 

Texto de Amparo Zalve Polo

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