1356 - Don Tomás terminaba de dar los
últimos retoques a su barba “espada
española”, y terminando de perfumarla, salió de su casa en la calle Cadirers para dirigirse al noroeste de la ciudad, a la
Pobla de Bernat de Villa, un arrabal extramuros próximo a la morería, donde se
concentraban los burdeles de la ciudad.
La mancebía más grande y famosa
de la historia, regularizada por el gobierno municipal basándose en los
beneficios de la práctica: El que se acostaba con una prostituta legalizada
quedaba redimido de pecar para fornicar, ya que con esta práctica se evitaba el
adulterio.
Las puertas adornadas con
farolillos y enredaderas, de una sola planta las individuales, y las que no,
eran hostales. La calle disfrutaba de espectáculos, banquetes, puestos
ambulantes y un ir y venir de hombres
(exentos los judíos y musulmanes) que vivían una época de la mujer recatada y
devota satisfaciendo sus deseos carnales con prostitutas.
Isabel, joven doncella de veinte
años, estaba esperándolo en la puerta del hostal, y sin permiso apagó la luz
del farolillo rojo, pues para ella no había más hombre que don Tomás. La vio de
lejos y al levantarse ella de la silla le respondió con una sonrisa a la vez
que retorcía el ala del sombrero, era su gesto habitual.
Al llegar a la puerta salió el
vigilante, como era la norma, y le pidió que se vaciase del bastón, del arma,
que él nunca llevaba y de las monedas si quería, eso no era necesario, pero si
le robaban nadie más se haría cargo de ello, solo él mismo.
Vestía Isabel de ropa elegante, como
las demás prostitutas del “bordell”, y con las mejores sedas y joyas. La
pequeña y limpia habitación quedaba en planta baja, y como en cada visita,
disfrutaron del apasionado encuentro, no sin ser algo molesto debido a las
reyertas de los que la llevaban curda y a los alaridos que mujeres y hombres
proferían en sus deseosos encuentros. Tal fue así que tiempo después, en el año
1556, las monjas del convento de San José, que estaban en la calle Corona,
tuvieron que abandonar el monasterio trasladándose al convento de Santa Tecla,
huyendo de “los relinchos de aquellas yeguas lascivas que alcanzaban sus
honestos oídos”.
Archivo Municipal
Poco a poco fue estrechándose el
cerco y cerrándose las calles adyacentes, aunque los hombres deseosos, se
dejaban la piel saltando los cercos, o buscando una vía más fácil para entrar
cuando la puerta que le rodeaba estaba cerrada. Sobornaban a los dueños de los
hostales para que dejaran la puerta entreabierta. Algunas prostitutas fieles a
sus amantes se disfrazaban de hombre para poder salir al encuentro con su
amante y no ser reconocidas.
Dos hechos importantes en la
historia de la mancebía fueron: Que en ese mismo año, el rey Pedro el
Ceremonioso, ordena levantar una nueva muralla, recogiendo dentro de ella los
barrios que habían quedado fuera, y con ellos el de “Les Males Dones”. El buen
enfado de las autoridades eclesiásticas hizo que en 1444, la reina María, esposa de Alfonso el
Magnánimo, ordenara levantar un muro dejando sólo una puerta de entrada y
salida. Se le da un nombre, el de la Pobla Nova, también conocido como “El
Partit”.
Así fueron sucediendo los
domingos, y uno tras otro, a no ser por causa ajena que se lo impidiese, Isabel
y don Tomás disfrutaban de sus cuerpos.
Llegado el día de Navidad de ese
mismo año, y aún sabiendo que era fiesta de guardar según ordenaba la Iglesia
Católica, él acudió a su encuentro, pero esta vez no era para satisfacer su
carne, sino para seguirla y verla en la procesión de prostitutas que recorrían
desde la mancebía hasta el convento de las Arrepentidas de San Gregorio en la
calle San Vicente. Era un “devoto” más que las acompañaba hasta llegar al
convento donde ese día las monjas les instruían en oración y penitencia.
Después de esa fecha ya no
volvieron a verse más. Don Tomás, durante los años siguientes y cada 25 de
diciembre, acudía a la puerta del convento para dejar una rosa roja por si
Isabel algún día pudiese verla y darse cuenta que nunca la olvidaría.
En 1677, el rey Carlos II, ordena
cerrar el “Bordell”, aunque ya la actividad estaba decrépita. Diez años más
tarde se derribó el muro. Y ese muro ya nunca más pudo hablar...
Texto de Amparo Zalve Polo
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