De José Cozar
-II-
La entrada de la alquería estaba
en la prolongación de la actual plaza de la Virgen de Montiel. La planta era
rectangular. Formada por dos alturas, la parte inferior era el lugar de las
habitaciones de la familia y en la parte superior estaba la andana para guardar
las cosechas, o tal vez, en tiempo no muy lejano, para la crianza del gusano de
seda.
El soportal de la puerta era un
arco formado por ladrillos de los llamados morunos, con curvatura propia del
estilo morisco, con una puerta de color gris, más como propio color de la
madera que por los continuos enjalbegados que se hacían, llegando a usar la
misma pintura de las paredes, pero dándole otro tono para el color de las
puertas. Evitando la oscuridad hacia su interior, en una de las hojas de la
puerta, se había colocado una sobrepuerta de cristales en la que se podía ver
no solamente quien llamaba, sino también iluminaba el interior de la entrada a
la alquería. Las paredes eran lisas y a través de los años las continuas
pintadas con cal formaban un leve grosor disimulado por la luz intensa que
desprendía el blanco de la cal. En ambas partes de la puerta unas rejas
forjadas hace siglos permitían deducir la necesidad de la defensa frente a
incursiones de piratas berberiscos. Detrás de estas habían una ventanas todas
de madera, y en la parte superior un pequeño ventanuco se abría con un cordel
desde el interior para ventilar la habitación. El tejado de la alquería lo
formaban tejas morunas cuya colocación a través de siglos se mantenían
impertérritas. Había sitios que nunca habían tenido goteras. Las caballerías
entraban por un soportal a la derecha de la entrada de la alquería. Separados
de lo que eran las habitaciones y el estudio de los propietarios, al final de
la planta baja estaban las cuadras y corrales. El llar o la chimenea de
campana, se encontraban en la misma planta baja. No obstante, creo recordar su
sustitución por “modernas” cocinas de gas butano.
Un espacio singular era el patio
de la alquería. A él se volcaban las habitaciones de la planta baja y de la cambra. El suelo construido por
guijarros redondos e iguales traídos de ríos y barrancos, quedaba formado por
dibujos de flores y acantos. La luz no llegaba a inundar el patio, con lo que
una humedad ligera permitía el crecimiento de una vegetación propia de la
huerta. Había colocasias, “esqueletos“, dompedros, aprilia con su color verde
intenso que por la humedad nunca presentaban sequedad en sus hojas, geranios,
jazmines... Un conjunto de plantas que además del ornato embriagaban con su
olor las noches de verano.
Un pozo del que se extraía el
agua para cocinar y limpiar la vajilla, regar las plantas, dar agua a las
caballerías y aseo de sus moradores presidia el centro del patio. El dosel de
piedra que circundaba el pozo estaba gastado por los años. Un arco de hierro
sostenía un pozal cuyos remaches delataban su antigüedad y que permitía extraer
el agua que en el verano era delicia por su frescor. Como he dicho eran restos
de lo que había sido. Hoy en día la alquería tenia agua potable, amen que se
usaba la del pozo para otros fines.
El cantarero en la cocina se
llenaba a diario para consumo de la casa. Cuatro cantaros. Todavía quedaba
alguno cuyo uso dejaba entrever el origen de la tierra donde se había
fabricado. Otros, con el barniz reluciente en su exterior e interior, dejaban
señal que se habían adquirido recientemente. Digno de recordar eran las sillas
bajitas de madera de morera con asiento de boga o cordel, que alrededor de la
chimenea agrupaban a la familia para calentarse y pasar un rato de
agradable tertulia.
Texto de Eduardo Donderis
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