(Con mi agradecimiento a Miguel Safont)
Ca. 1965 - Hasta avanzados los años sesenta en las fiestas de los barrios de nuestra ciudad era una costumbre muy arraigada fijar en su agenda de actos el de las “cucañas”.
Acto popular y entrañable, siempre al aire libre, que se correspondía con la celebración de diversas actuaciones entre la chiquillería vecinal. Como era la carrera de sacos de arpillera que obligaba a los participantes avanzar dando saltos. O la carrera por parejas, que atados por sus pies, trataban de llegar primeros a la meta. O trepar por un poste impregnado de grasa para ver quién alcanzaba su alto donde le esperaba el premio deseado. Y entre otros actos el más esperado era el del “perol trencat” que consistía en anudar un puchero de barro a una cuerda que pasada por una polea fijada a otra cuerda en perpendicular, subía y bajaba mientras giraba según las indicaciones de quien lo guiaba para evitar al chavalillo con los ojos cegados por un pañuelo y un bastón en las manos el que logrará darle lleno para hacerlo en “mil pedazos”. Lo que no sabía al lograr su objetivo era lo que saldría de su interior cayendo sobre su cabeza, que bien podía ser un puñado de golosinas, agua sobre su cuerpo o cualquier otra sorpresa que causaba risa y diversión a los vecinos expectantes.
Vemos en la foto de un día de fallas cómo un rapaz fallero trata de golpear el puchero, que en esta ocasión y desde una escalera, quien arbitra el juego, sube y baja la cuerda que sujeta al “perol”, cuyo final será el del bastonazo certero que lo convertirá en “trencat”. Juegos de calle que desaparecen de nuestras vidas como tantas otras cosas.
Acto popular y entrañable, siempre al aire libre, que se correspondía con la celebración de diversas actuaciones entre la chiquillería vecinal. Como era la carrera de sacos de arpillera que obligaba a los participantes avanzar dando saltos. O la carrera por parejas, que atados por sus pies, trataban de llegar primeros a la meta. O trepar por un poste impregnado de grasa para ver quién alcanzaba su alto donde le esperaba el premio deseado. Y entre otros actos el más esperado era el del “perol trencat” que consistía en anudar un puchero de barro a una cuerda que pasada por una polea fijada a otra cuerda en perpendicular, subía y bajaba mientras giraba según las indicaciones de quien lo guiaba para evitar al chavalillo con los ojos cegados por un pañuelo y un bastón en las manos el que logrará darle lleno para hacerlo en “mil pedazos”. Lo que no sabía al lograr su objetivo era lo que saldría de su interior cayendo sobre su cabeza, que bien podía ser un puñado de golosinas, agua sobre su cuerpo o cualquier otra sorpresa que causaba risa y diversión a los vecinos expectantes.
Vemos en la foto de un día de fallas cómo un rapaz fallero trata de golpear el puchero, que en esta ocasión y desde una escalera, quien arbitra el juego, sube y baja la cuerda que sujeta al “perol”, cuyo final será el del bastonazo certero que lo convertirá en “trencat”. Juegos de calle que desaparecen de nuestras vidas como tantas otras cosas.
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