domingo, 23 de mayo de 2021

DESDE LA TORRE CAMPANARIO DE SAN MARTÍN

 

Corría el año 1921, una mañana cualquiera de un día entresemana. Había salido soleada,  y como era verano, el viento de poniente arrastraba su aroma al centro de la ciudad. Acusaba una fuerte luz solar que provenía del mar a temprana hora de la mañana. Era su día libre, y como tantos otros gustaba de visitar puntos de su ciudad, que a pesar de los años siempre descubre algo nuevo.

Esta vez optó por acudir a la Plaza de Santa Catalina, y desde su esquina dar comienzo a su recorrido. La calle San Vicente era muy larga, tanto como que recorría casi los cuatro kilómetros de punta a punta de la ciudad, reconociendo sobre sus pasos la Vía Augusta romana.

Ahora ya no se amontonaba la gente en las puertas de “La Isla de Cuba” como hacía cinco años antes en busca de las últimas novedades. Ese chaflán con la calle de La Paz había cerrado sus puertas. Tan solo hizo falta recorrer un tramo para darse cuenta que si hubiera podido subir a lo más alto de la iglesia del caballito, la de San Martín, quizás pudiera ver muchas mas cosas de las que ya conocía, las que habitualmente conocían los demás.

En cuatro casas estaba allí, frente a las puertas de la iglesia. Al atravesar la recayente a la calle San Vicente tuvo la extraña sensación de retroceder mucho tiempo atrás, y es porque como muchos dicen, la tierra habla. Su imaginación lo llevó a una antigua mezquita donde hacían culto los musulmanes, aunque de pronto su escena se esfumó y tan solo veía una humareda de polvo que también se desvaneció rápido, y se encontró donde ahora estaba.

La puerta a los pies de la iglesia estaba entornada y no se atrevió a buscar a alguien para preguntar si podía subir, por si no podía. Prefirió aventurarse, porque total, quién le iba a ver. Esas escaleras seguro subirían a la parte más alta y se encontraría con alguna campana.

Una costumbre suya con las escaleras era ir contando peldaño a peldaño hasta llegar al último, aunque siempre llegaba exhausto y se descontaba. Había llegado a lo más alto, y pareció por un momento que se encontraba acorralado por cuatro campanas. Buscó el hueco por el que por entremedio de una de ellas pudiera observar la calle San Vicente, y cumplir su cometido.

Hasta donde su vista llegaba, divisaba a la derecha desde los pies de la iglesia esa línea recta que marcaba la calle San Vicente, distinguiéndose por los tejados las casas edificadas por señalados arquitectos. A la izquierda y más adelante se veía la pequeña Plaza de Cajeros que a esa hora ya estaba muy concurrida. Por un momento, y recordando historia de Valencia, la gente caminaba sobre un suelo recubierto de madera para evitar pisar la sangre que fue derramada del cuerpo de San Vicente, al ser arrastrado desde la Plaza de la Reina hasta el muladar que había trescientos metros hacia delante. Sólo quiso recordar historia.

Pasando la Plaza de Cajeros, y cruzando enfrente, en una gran manzana entre las calles San Vicente, Torno de San Gregorio, Gracia, y Garrigues ocupaba uno de los edificios desde hacía seis años, el Teatro Olympia. Todavía recordaba el estreno con la ópera cómica Il Barbieri di Siviglia. Más sombrío era el recuerdo de lo producido ese mismo año en enero, en el que al Gobernador Civil Salvador Muñoz le quisieron matar a la salida del teatro, llegando a recibir su carruaje más de treinta disparos. La suerte que tuvieron él y su esposa de salir ilesos. Dimitió de su cargo.

Mirando a su izquierda una gran cantidad de tejados terminaban dejando ver la Plaza de Emilio Castelar con una gran arboleda, que junto al Ayuntamiento, el que aún estaba sin acabar, la estación del Norte y la gran Plaza de Toros completaban el conjunto.

Satisfecho por lo que ese día había recorrido “a vista de pájaro”, descendió los peldaños, para bajar nunca los contaba, saliendo al exterior. Pero una duda le asaltó repentinamente. ¿Siempre habrían visto lo mismo que él los demás que habían subido a ese campanario? Giró por la siguiente calle, la de La Abadía de San Martín, y esta vez entró por la puerta lateral de la iglesia. En el atrio que forma la entrada había una incipiente escalera de caracol.  Preguntó, y obtuvo respuesta: La escalera de caracol, ahora cegada, que estaba viendo, era el acceso a la anterior torre campanario .

Ya no podría ver lo que desde allí verían otros.

Texto de Amparo Zalve Polo

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